Allí,
al borde del insondable abismo al que te acercas, mi mirada triste y
desalentada ha naufragado en el mar de tus ojos, azules y luminosos como el
cielo de la sierra.
Me
has pedido una vez más con la mejor de tus sonrisas que repase por ti la
despensa, que el invierno viene recio y la
casa debe estar abierta, caliente y generosa.
Quédate
bien tranquilo que el vino está trasegado, el corral lleno de leña, la fruta
almacenada y el trigo, tendrías que verlo, revienta este año las paredes del granero.
Cuando
mejores un poco te subiré a la bodega; nos sentaremos al sol junto al lagar de
tu padre; nos beberemos cuatro o cinco vinos y, sin que nadie se entere, te
liaré un mataquintos de aquellos que te gustaban.
Entonces
me hablarás una vez más de lo poco que recuerdas: de aquellos días azules, de
aquel sol de la infancia, de las duras jornadas de siega, de las juergas de domingo
en la bodega, de lo difícil que era sacar a bailar a las mozas del barrio alto,
de ese pañuelo rojo que compraste a tu Antonina…
Y,
aunque sabes que te miento, tu sonrisa se ilumina y tus ojos, esos ojos grandes
y hermosos (¡Dios, qué luz la de tus ojos!) primero me acarician agradecidos y
luego se pierden en su azul e infinito sosiego.
Dios
mío, ¿qué vislumbra tu mirada cuando la muerte se acerca?, ¿qué ven esos ojos
que a los demás se nos niega?