No sé qué o quién me inquieta. Estoy en una ciudad pequeña que vagamente recuerdo, que me trae imágenes de tiempos muy lejanos. Vago sin rumbo por sus calles oscuras, por sus angostas aceras grises y sucias. Está anocheciendo.
Salgo
a una plaza amplia y cuadrada, es la típica plaza medieval de las villas
castellanas o extremeñas. Allí se presenta ante mí un espectáculo espeluznante:
Un hombre está siendo desollado vivo atado a una picota; otro espera su fin
arrodillado en lo alto de un patíbulo; una mujer arde en una hoguera entre
terribles alaridos; a otra, completamente desnuda, la están atormentando a
golpes de látigo.
Me
sorprende que los verdugos son hombres correctos, parecen ejecutivos
rigurosamente trajeados, llevan ternos negros, corbatas azules, camisas
blancas.
Veo
de repente brillar el filo de un sable en las manos de uno de los hombres de
negro y la cabeza de un obrero, una cabeza grande, barbada, digna, bruñida de
sol y viento, cae ensangrentada a mis pies. La cabeza lleva un casco de minero.
Los
hombres de negro han reparado en mí y me persiguen ahora armados de mazas, de
látigos, de cuchillos y sables. Tratan de darme alcance, pero consigo
esquivarlos y escapo a todo correr por una de las calles que dan a la plaza.
Pero esa calle se estrecha más y más hasta convertirse en un angosto callejón,
en una siniestra gruta sin salidas, y llega un momento en que apenas
puedo pasar entre las paredes que aprisionan mi cuerpo.
Es
horrible el agobio, la claustrofobia, la asfixia que siento, pero al fin
encuentro un estrecho portillo, lo abro y accedo a una amplia plaza cuadrada
alumbrada por antorchas. Y resulta ser
la misma plaza cuadrada de antes donde los hombres de negro atormentan a sus
víctimas, y al verme se lanzan de nuevo con furia hacia mí. Oigo una voz a mis
pies, es la cabeza del minero que me habla: “No huyas. Haz como yo, lucha hasta
la muerte”.
Los
hombres de negro, sin dejar de estar trajeados con sus ternos negros, sus
camisas blancas, sus corbatas azules, llevan ahora cascos de policía
antidisturbios, y en formación prusiana, los de delante rodilla en tierra,
disparan contra mí. Siento el impacto de los proyectiles, su aguda quemazón en mis
brazos, en mis piernas, en mi pecho, en mi vientre, en mis testículos.
Me
arrastro como puedo, transido de dolor, y consigo alcanzar otra calle, y ésta
resulta ser aún más estrecha y agobiante que la anterior. Cuando estoy a punto
de ahogarme entre sus muros, cuando ya no puedo aguantar más la angustia,
consigo encontrar una salida. Y, joder, vuelve a ser la misma plaza donde
vuelven a perseguirme las sombras amenazantes de los verdugos. Los hombres
trajeados de negro portan ahora enormes tonfas y me cierran el paso y me rodean
dispuestos a emplearse a fondo en mi castigo. Al primer golpe caigo al suelo. Me
desespero y grito y despierto empapado en sudor y en lágrimas.
Menos
mal, ha sido todo un mal sueño, una estúpida pesadilla. Me levanto y poco a
poco me voy tranquilizando. Tomo una ducha tibia y un magnífico desayuno. Es ya muy tarde, quizá anoche bebí más de la
cuenta.
No
le debo dar más importancia a este tipo de sueños tortuosos que tengo de vez en
cuando, tal vez porque me tomo las cosas demasiado a pecho, porque me preocupo
demasiado, porque vivo los acontecimientos de la vida con excesiva intensidad.
Más me vale, desde luego, aprender a vivir las cosas con más sosiego.
Hace
una mañana preciosa de verano. Ahora, tras oír las noticias y leer la prensa
digital, saldré un rato a pasear en bicicleta. Menudo lujo estar de vacaciones
en un día tan hermoso como éste.
Enciendo
el televisor. El Presidente del Gobierno, vestido de riguroso traje negro, con
camisa blanca, con corbata azul, está presentando su último paquete de
reformas.