jueves, 12 de julio de 2012

UN MAL SUEÑO




















No sé qué o quién me inquieta. Estoy en una ciudad pequeña que vagamente recuerdo, que me trae imágenes de tiempos muy lejanos. Vago sin rumbo por sus calles oscuras, por sus angostas aceras grises y sucias. Está anocheciendo.

Salgo a una plaza amplia y cuadrada, es la típica plaza medieval de las villas castellanas o extremeñas. Allí se presenta ante mí un espectáculo espeluznante: Un hombre está siendo desollado vivo atado a una picota; otro espera su fin arrodillado en lo alto de un patíbulo; una mujer arde en una hoguera entre terribles alaridos; a otra, completamente desnuda, la están atormentando a golpes de látigo.

Me sorprende que los verdugos son hombres correctos, parecen ejecutivos rigurosamente trajeados, llevan ternos negros, corbatas azules, camisas blancas.

Veo de repente brillar el filo de un sable en las manos de uno de los hombres de negro y la cabeza de un obrero, una cabeza grande, barbada, digna, bruñida de sol y viento, cae ensangrentada a mis pies. La cabeza lleva un casco de minero.

Los hombres de negro han reparado en mí y me persiguen ahora armados de mazas, de látigos, de cuchillos y sables. Tratan de darme alcance, pero consigo esquivarlos y escapo a todo correr por una de las calles que dan a la plaza. Pero esa calle se estrecha más y más hasta convertirse en un angosto callejón, en una siniestra gruta sin salidas, y llega un momento en que apenas puedo pasar entre las paredes que aprisionan mi cuerpo.

Es horrible el agobio, la claustrofobia, la asfixia que siento, pero al fin encuentro un estrecho portillo, lo abro y accedo a una amplia plaza cuadrada alumbrada por antorchas.  Y resulta ser la misma plaza cuadrada de antes donde los hombres de negro atormentan a sus víctimas, y al verme se lanzan de nuevo con furia hacia mí. Oigo una voz a mis pies, es la cabeza del minero que me habla: “No huyas. Haz como yo, lucha hasta la muerte”.

Los hombres de negro, sin dejar de estar trajeados con sus ternos negros, sus camisas blancas, sus corbatas azules, llevan ahora cascos de policía antidisturbios, y en formación prusiana, los de delante rodilla en tierra, disparan contra mí. Siento el impacto de los proyectiles, su aguda quemazón en mis brazos, en mis piernas, en mi pecho, en mi vientre, en mis testículos.

Me arrastro como puedo, transido de dolor, y consigo alcanzar otra calle, y ésta resulta ser aún más estrecha y agobiante que la anterior. Cuando estoy a punto de ahogarme entre sus muros, cuando ya no puedo aguantar más la angustia, consigo encontrar una salida. Y, joder, vuelve a ser la misma plaza donde vuelven a perseguirme las sombras amenazantes de los verdugos. Los hombres trajeados de negro portan ahora enormes tonfas y me cierran el paso y me rodean dispuestos a emplearse a fondo en mi castigo. Al primer golpe caigo al suelo. Me desespero y grito y despierto empapado en sudor y en lágrimas.

Menos mal, ha sido todo un mal sueño, una estúpida pesadilla. Me levanto y poco a poco me voy tranquilizando. Tomo una ducha tibia y un magnífico desayuno.  Es ya muy tarde, quizá anoche bebí más de la cuenta.

No le debo dar más importancia a este tipo de sueños tortuosos que tengo de vez en cuando, tal vez porque me tomo las cosas demasiado a pecho, porque me preocupo demasiado, porque vivo los acontecimientos de la vida con excesiva intensidad. Más me vale, desde luego, aprender a vivir las cosas con más sosiego.

Hace una mañana preciosa de verano. Ahora, tras oír las noticias y leer la prensa digital, saldré un rato a pasear en bicicleta. Menudo lujo estar de vacaciones en un día tan hermoso como éste.

Enciendo el televisor. El Presidente del Gobierno, vestido de riguroso traje negro, con camisa blanca, con corbata azul, está presentando su último paquete de reformas.