Me
persiguieron porque me odiaban, y me odiaban porque me temían.
Me
temían porque amenazaba su mundo, cuestionaba sus privilegios, quebrantaba sus
normas y a toda costa debían acallar mi voz.
Me
mataron por ser pobre, por ser diferente, por ser extranjero, por ser mujer.
Tenían,
desde luego, muy buenas razones para hacerlo:
Lo
hicieron en nombre de su dios, su religión, su patria, su bandera, su partido,
sus principios económicos, sus valores culturales, su ley, su rey.
Pero
yo os digo, sepulcros blanqueados, que vuestro tiempo se acaba.
No
temáis, pues seremos justos y clementes en nuestra sentencia, no como vosotros lo fuisteis con
nuestros padres.
Os
diré cuál será nuestra venganza:
Un
día, hombres y mujeres que aún no han nacido
o
que, tal vez, acaban de nacer,
os
señalarán con el dedo,
os
mirarán como se mira a un fósil,
suprimirán
vuestros paraísos fiscales,
proscribirán
toda forma de corrupción política,
pondrán
vuestros bancos al servicio de los pobres
y
acabarán con vuestra economía ficticia.
Un
día, esos hombres y esas mujeres,
abolirán
vuestros ejércitos,
repartirán
vuestras abusivas riquezas,
obligarán
a vuestros hijos a educarse
con
los hijos de vuestros siervos
y cada cual aportará según su posibilidad
y
a cada cual se le dará según su necesidad.
El
mundo está de parto, no lo dudéis,
y
cuando llegue el día de la Nueva Democracia
esos
hombres y mujeres nuevos se asegurarán
de
que los nombres de vuestras víctimas no se pierdan,
que
permanezcan en la historia para siempre.
Temblad,
poderosos, que vuestro tiempo se acaba.