Era
yo aquel legionario que se apiadó de ti y te dio en una caña una esponja
empapada en vinagre cuando agonizabas en la cruz.
Era
yo quien te sostenía para que no flaquearan tus fuerzas cuando subías los siete
peldaños del cadalso.
Era
yo quien estaba a tu lado cuando te vejaron y humillaron y te dieron tormento
en la picota,
cuando
el señor ordenó quebrar a golpes todos tus huesos y te ataron a una rueda
alzada al cielo para darte una muerte lenta y dolorosa,
cuando
te quemaron viva en la hoguera del inquisidor por atreverte a cuestionar sus
verdades sagradas,
cuando
te lapidaron por adúltera,
cuando
te arrancaron a tus hijos.
Estaba
allí, bien lo recuerdo, cuando nos retorcíamos de dolor en el fondo de una
trinchera llena de barro y mierda,
estaba
allí con los pulmones abrasados por el gas mostaza o con el cuerpo en carne
viva por el uranio enriquecido.
Estaba
allí y escuché tus alaridos cuando los soldados se cernieron sobre ti y cortaron tus manos a golpes de machete.
Me
emocionaste al oírte entonar cánticos de lucha y de amor en la cárcel mientras
esperabas tu sentencia de muerte.
Te
he visto implorar clemencia a tus verdugos o alzarte con orgullo frente al
paredón ofreciendo tu pecho al rigor de las balas.
A
tu lado comía una tarde en un restaurante vasco cuando aquel visionario me
disparó dos tiros en la nuca.
Cuando
a ti te violaron me violaron a mí y sentí tu miedo, tu asco y tu vergüenza,
y
sentí tu dolor cuando desgarraban mis entrañas, y sentí tu sangre manando entre
mis muslos.
Contigo
salté desde un séptimo piso, me corté las venas, me tiré al metro, me dio un
infarto porque me habían despedido del trabajo.
Y
tu dolor fue mi dolor y tu muerte fue la mía
y
mi sangre caerá sobre vosotros, sepulcros blanqueados.
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