Hoy
he sentido esa misma luz, aquella luz del último verano de mi infancia que hacía
que todo brillara renovado y hermoso y la vida se abriera ante mí como un
regalo precioso y anhelado.
Quince
días de septiembre en la costa de Tarragona en un apartamento prestado decorado
con motivos marineros era lo más parecido a un verano de sol y playa que mis
padres en aquel tiempo podían ofrecernos.
Yo
era por entonces un chaval algo taciturno y solitario que amaba el mar y
aislarme en lo posible de mi numerosa tropa familiar. Descubrí entonces la belleza y el silencio de
las profundidades marinas.
Cuando
toda la familia se reunía en la playa en medio de un trajín de toallas, de
hamacas y sombrillas o de cubos y palas de los más pequeños, cuando se abría el
festival reptiliano de pieles sonrosadas bajo el sol infernal de mediodía, cogía mis gafas, mi tubo y mis aletas de buceo y me perdía entre las rocas del
litoral.
La
costa catalana no estaba aún por completo arrasada. Pronto descubrí que, frente
a la playa, el mar ocultaba una esplendorosa pradera verde de posidonia y que,
algo más allá, a escasos metros de los acantilados, los corales, gongonias y
anémonas formaban un arrecife multicolor de impresionante belleza. Poco a poco
fui descubriendo y haciendo mío aquel nuevo mundo.
Aquellos
veranos pasé largas horas flotando en aquellas aguas diamantinas, mirando
extasiado la luminiscencia de los lábridos,
los bancos de jureles o doradas, contemplando los antias, las lubinas,
los meros, los rubios, los cabrachos, los jureles, los peces escorpión; de vez
en cuando, me sumergía para juguetear con una estrella de mar, perseguir un
banco de peces de brillantes colores, poner en fuga a un pulpo o recoger una
caracola.
Poco
a poco me fui adentrando más y más, y así fue como un día descubrí que, más
allá de los arrecifes, en aguas más profundas, yacía sobre el lecho arenoso
un viejo barco hundido. Al principio percibí apenas la silueta negra de su
cubierta, tendida ligeramente de costado a unos veinte metros de profundidad.
El
último verano en aquella playa, tenía yo catorce años, intenté una y otra vez
descender hasta él, pero cualquiera que haya probado a hundir su cuerpo desnudo
en el mar sabe que, como explicó Arquímedes, es una tarea imposible, más aún
para un buceador poco experimentado. Aleteando con fuerza hacia el fondo
conseguía descender unos metros adentrándome en aguas cada vez más oscuras y
frías, pero llegaba un momento en que no podía superar el empuje de las aguas,
me dolía el pecho y los oídos como si fueran a estallar, las piernas se me
entumecían por el frío y el esfuerzo y el miedo se apoderaba de mí.
Llegar
hasta aquel pecio se convirtió en una obsesión, en la pequeña locura de aquel
joven capitán Ahab que yo entonces me creía. La figura fantasmal de aquel barco
me perseguía en mis sueños y cada mañana
me despertaba sin otro afán que cumplir el anhelo de llegar hasta él. Poco a
poco conseguí sumergirme más y más y llegué a acercarme a apenas unos siete metros
de su superficie, a apreciar su cubierta y sus bordas, cuajadas de anémonas, su
chimenea enhiesta aún junto a los restos de su alcázar, o el gran boquete que
se abría en su amura de babor producto sin duda del impacto de un torpedo. Hoy
sé que se trataba de uno de aquellos mercantes hundidos en aquellas costas
durante la guerra civil por los submarinos alemanes cuando trataban de servir
pertrechos y armas para la defensa de la República.
Descendía
una y otra vez hasta que, aturdido por la hipoxia, me rendía y volvía a
ascender a la superficie. Abajo me recibían las aguas heladas, la oscuridad
tenebrosa del abismo marino, el misterio anhelado, el riesgo y la muerte
temidos y atrayentes; arriba me acogían las aguas cálidas, la luz, el aire, la
vida. Pocas sensaciones recuerdo más placenteras y hermosas que las de aquellos
días cuando volvía a abrir los ojos a la
luz del sol, la piel a su calor y los pulmones al aire vivificador de la costa
tras haber practicado la apnea hasta el límite.
Una
tarde, mientras cogía cangrejos entre las rocas del litoral descubrí un grupo
de alemanes dedicados a la pesca submarina. Justo cuando pasaba por allí salían
de las aguas y, dirigiéndose por gestos a mí, me regalaron un inmenso pulpo que
acababan de pescar. Me fijé en sus equipos. Tenía la solución.
A
la mañana siguiente me dirigí hacia el pecio a nado empujando una pequeña
colchoneta neumática. En ella llevaba un viejo macuto militar, que utilizaba
para mis libros escolares, cargado de piedras; imitando a los submarinistas me
proponía utilizarlo como cinturón de lastre. Además había taponado
cuidadosamente mis oídos con algodones encerados. Me até fuertemente la correa
a la cintura, respiré varias veces profundamente y me hundí en las aguas.
Llegué.
Ya lo creo que llegué al barco hundido. Paseé por su cubierta empezando por la
proa hasta llegar a su alcázar y, cuando iba a nadar hacia popa buscando el
acceso a la sentina, me di cuenta de que ya no podía aguantar más la
respiración y empezaba a sentir mareos. Resolví, como tenía previsto, desatar
el macuto que pendía a mi cintura pero no pude deshacer el nudo. Intenté
entonces ascender arrastrando esa carga pero resultaba imposible. Traté de
vaciar la bolsa, pero mis dedos entumecidos por el frío y la hipoxia no
acertaban a abrir las hebillas.
El
pánico se apoderó de mí. Estaba ya a punto de desfallecer rendido ya a la
evidencia de que aquel barco sería mi tumba y en unos instantes, como cuentan
quienes han estado en parecidos trances, pasaron ante mí un buen número de
imágenes de mi corta vida. Recuerdo que pensé en lo estúpidamente que moría y
que sentí un infinito dolor por mi madre consciente de la angustia que sentiría
cuando pasaran las horas y los días sin encontrarme. Pero afortunadamente me
había fijado que los submarinistas llevaban cuchillos y yo, por pura imitación,
había cogido mi navaja de campamentos que había colgado de la cadena de mi
medalla. Aturdido conseguí con un último rastro de conciencia cortar la correa
y abandonar el lastre que me hundía.
Apenas
recuerdo lo que pasó en los siguientes minutos. Mi memoria guarda la vaga
imagen de un hermoso cono luminiscente que me atraía y por el que me acabé
introduciendo (¿Era el sol proyectado sobre las aguas superficiales o era otra
cosa…?), la inmensa paz y la felicidad que sentía, la visión sorprendente de mi
propio cuerpo flotando sobre las aguas. Supongo que ascendí, los cuerpos
siempre ascienden, y que por azar, o tal vez por otra razón, quedé tumbado boca
arriba sobre el mar sin que apenas entrara agua en mis pulmones y el suave
oleaje, como la mano de un ángel, me fue meciendo hasta posarme en la
orilla.
Cuando
recobré el conocimiento estaba de espaldas sobre una roca. Tosí durante mucho
rato. Tenía la piel de todo el cuerpo azulada por la falta de oxígeno y la
hipotermia y ligeros arañazos en las piernas y la espalda. Poco a poco pude
incorporarme y abrir los ojos a la luz. Lo primero que vi fue unas gaviotas, de
un blanco luminoso, que sobrevolaban las aguas. El mar refulgía destellos
azules como nunca antes había visto. La línea costera, las playas, los
roquedos, los pinares, todo brillaba al sol con un colorido resplandeciente.
Era la vida que de nuevo me saludaba, me llamaba y me acogía.
Lo
mismo he sentido hoy, treinta y cinco años más tarde, cuando cruzando las
puertas de salida del Centro de Salud, he visto que todo refulgía al sol de la primavera renovado y hermoso bajo una nueva luz, cuando he sabido que la vida se abre de
nuevo ante mí como un regalo precioso y anhelado.