viernes, 6 de enero de 2012

SANGRE

















Trickle drops! my blue veins leaving!
O drops of me! Trickle, slow drops,
Candid from me falling, drip, bleeding drops,
From wounds made to free you whence you were prison’d.
                                                                       Walt Whitman, Calamus

¡Caed gotas! ¡Abandonad mis venas azules!
¡Oh, gotas mías! ¡Caed, lentas gotas!
Con candidez desprendeos de mí, fluid, sangrantes gotas,
De las heridas abiertas para libertaros de vuestra prisión.
Walt Whitman, Calamus


En el Centro de Donantes he rellenado el cuestionario, he pasado el control médico y me he recostado con no pocos reparos en aquel butacón rojo, presto a devorarme, que parecen los labios de Mick Jagger.

Atendido por una eficiente enfermera, enseguida he sentido el ligero escozor de la vía en la vena y el líquido oscuro ha empezado a fluir muy lentamente.

Mientras comienza a llenarse la bolsa de esa pringosa y grasienta sopa granate con la viscosidad del petróleo pienso que, entre los muchos renglones torcidos de la naturaleza, no es el menos sorprendente que sea una materia tan detestable el néctar de la vida.

Desde luego, si alguien pensó esto es un colosal ingeniero, un científico genial, un músico quizás, no un pintor ni un poeta. Por eso Dios nos necesita tanto como nosotros a Él. Si no la embellecemos con imágenes y palabras hermosas, menuda chapuza es a veces la creación.

Donar sangre no me causa mareos ni ninguna sensación desagradable.  Por el contrario, me provoca una dulce y serena somnolencia que debe ser parecida a la que habitualmente se halla a las puertas de la muerte.

Me muero un poco, sólo un poco, mientras gota a gota la bolsa se va llenando de espesa sangre del grupo A negativo, la sangre de mi padre, la sangre de mi hijo.

¿A quién irá a parar? ¿Cómo serán aquellas varias decenas de personas que van por el mundo con mi sangre en sus venas?

Recuerdo lo que me impresionó ver en las cuevas del río Vero las manos tintas de sangre de aquellos cazadores del paleolítico impresas en las paredes. Sangre de sus víctimas animales, tal vez también de sus enemigos. Todo el devenir de nuestra especie en la tierra está escrito en trazos de sangre.

Sangre que labró la historia, sangre que construyó los imperios; sangre inútilmente derramada por los parias de la tierra a través de muchas generaciones para edificar la opulencia y el poder de unos pocos.

Cada ser nace a la vida en medio de un escándalo sangriento  y cada vez que la humanidad se pone de parto, −algunos dicen que todo apunta a que pronto ha de llegar de nuevo ese terrible momento−, resuelve su gestación en una orgía de sangre.

Dicen que el principal componente de la sangre, el plasma, tiene una química muy similar  a la del agua de los océanos.

Sí, todos los hombres y las mujeres somos hijos de la mar.

Es el viento y la sal de los mares lo que fluye por nuestras venas, lo que impulsa nuestras ansias de eternidad.

De las aguas venimos y a las aguas volvemos.

Me dejo arrastrar a esta mar cálida y diamantina,
a este magma acuático del que surgió la vida.

¡Quiero nadar en las aguas del tiempo,

quiero desentrañar sus misterios,

hundirme lentamente en ellas
extasiado por la tenue luz que ilumina sus profundidades!

Me voy sumergiendo al tiempo que una extraña placidez
nubla poco a poco mis sentidos.

…………………………………………….


-          Te encuentras bien, Viator. ¡ABRE LOS OJOS, POR FAVOR!

Es la enfermera que me sacude y me mira con cara de alarma. Le dedico para tranquilizarla la mejor de mis sonrisas y le guiño un ojo a lo Humphrey Bogart.

¡Ay, tú también, hermosa sacerdotisa mal pagada que con tanto celo preservas los secretos de la Casa de la Sangre; tú también eres hija de la mar!

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