Trickle
drops! my blue veins leaving!
O
drops of me! Trickle, slow drops,
Candid
from me falling, drip, bleeding drops,
From
wounds made to free you whence you were prison’d.
Walt Whitman, Calamus
¡Caed gotas! ¡Abandonad mis venas azules!
¡Oh, gotas mías! ¡Caed, lentas gotas!
Con candidez desprendeos de mí, fluid, sangrantes
gotas,
De las heridas abiertas para libertaros de vuestra
prisión.
Walt Whitman, Calamus
En
el Centro de Donantes he rellenado el cuestionario, he pasado el control médico
y me he recostado con no pocos reparos en aquel butacón rojo, presto a
devorarme, que parecen los labios de Mick Jagger.
Atendido
por una eficiente enfermera, enseguida he sentido el ligero escozor de la vía
en la vena y el líquido oscuro ha empezado a fluir muy lentamente.
Mientras
comienza a llenarse la bolsa de esa pringosa y grasienta sopa granate con la
viscosidad del petróleo pienso que, entre los muchos renglones torcidos de la
naturaleza, no es el menos sorprendente que sea una materia tan detestable el
néctar de la vida.
Desde
luego, si alguien pensó esto es un colosal ingeniero, un científico genial, un
músico quizás, no un pintor ni un poeta. Por eso Dios nos necesita tanto como
nosotros a Él. Si no la embellecemos con imágenes y palabras hermosas, menuda
chapuza es a veces la creación.
Donar
sangre no me causa mareos ni ninguna sensación desagradable. Por el contrario, me provoca una dulce y
serena somnolencia que debe ser parecida a la que habitualmente se halla a las
puertas de la muerte.
Me
muero un poco, sólo un poco, mientras gota a gota la bolsa se va llenando de
espesa sangre del grupo A negativo, la sangre de mi padre, la sangre de mi
hijo.
¿A
quién irá a parar? ¿Cómo serán aquellas varias decenas de personas que van por
el mundo con mi sangre en sus venas?
Recuerdo
lo que me impresionó ver en las cuevas del río Vero las manos tintas de sangre
de aquellos cazadores del paleolítico impresas en las paredes. Sangre de sus
víctimas animales, tal vez también de sus enemigos. Todo el devenir de nuestra
especie en la tierra está escrito en trazos de sangre.
Sangre
que labró la historia, sangre que construyó los imperios; sangre inútilmente
derramada por los parias de la tierra a través de muchas generaciones para
edificar la opulencia y el poder de unos pocos.
Cada
ser nace a la vida en medio de un escándalo sangriento y cada vez que la humanidad se pone de parto,
−algunos dicen que todo apunta a que pronto ha de llegar de nuevo ese terrible
momento−, resuelve su gestación en una orgía de sangre.
Dicen
que el principal componente de la sangre, el plasma, tiene una química muy
similar a la del agua de los océanos.
Sí,
todos los hombres y las mujeres somos hijos de la mar.
Es
el viento y la sal de los mares lo que fluye por nuestras venas, lo que impulsa
nuestras ansias de eternidad.
De
las aguas venimos y a las aguas volvemos.
Me
dejo arrastrar a esta mar cálida y diamantina,
a
este magma acuático del que surgió la vida.
¡Quiero
nadar en las aguas del tiempo,
quiero
desentrañar sus misterios,
hundirme
lentamente en ellas
extasiado
por la tenue luz que ilumina sus profundidades!
Me
voy sumergiendo al tiempo que una extraña placidez
nubla
poco a poco mis sentidos.
…………………………………………….
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Te encuentras
bien, Viator. ¡ABRE LOS OJOS, POR FAVOR!
Es
la enfermera que me sacude y me mira con cara de alarma. Le dedico para
tranquilizarla la mejor de mis sonrisas y le guiño un ojo a lo Humphrey Bogart.
¡Ay,
tú también, hermosa sacerdotisa mal pagada que con tanto celo preservas los
secretos de la Casa
de la Sangre ;
tú también eres hija de la mar!
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