La ciudad fría y azul acoge
ingrata el eco de mis pasos.
Llueve mansamente y los
bares de mi pecados,
las entrañables tabernas de
la ciudad romana,
antes alegres y ruidosas, están
vacías.
Me sorprende el tenebroso
silencio gris
de las calles deshabitadas,
de las plazas apenas pobladas
por algunos adolescentes
inquietos y bulliciosos
como bandadas de estorninos
otoñales.
Este silencio de plomo me llena
de nostalgia,
me recuerda otra época
triste y oscura, otros inviernos
en días de juventud, años de
estudiante pobre
desafiando al futuro entre
la rebelión y la amnesia.
Pero ahora ni siquiera
tenemos absenta como antaño
o aquel cannabis negro que
adormecía nuestra rabia
y sólo nos queda plantar
cara a la vida
desamparados y desnudos.
Mientras tanto la muerte
siembra su simiente cada día
en amables cartas de
despido,
en eres juiciosamente
argumentados,
en expedientes de desahucio
por no poder hacer frente a
la hipoteca.
Y aquí no pasa nada. Aquí
nunca pasa nada.
¿Cómo consolar a un hombre que
se derrumba, dímelo,
cómo consolar a una mujer destrozada
que lo ha perdido todo con
cincuenta años,
cómo explicarle a nuestros
hijos que ese futuro
que empezaban a acariciar
es escarcha congelada entre
sus dedos?
Pero aquí no pasa nada. Aquí
nunca pasa nada.
Ayer se publicaron datos
oficiales.
Y dicen que la mitad de los
jóvenes no encuentran trabajo,
que dos millones de
trabajadores han perdido sus empleos,
que el hambre es ya el único
plato en un millón de mesas,
que no hay esperanza a la
que poder aferrarse.
Porque aquí no pasa
nada. Porque aquí nunca pasa nada.
En Bruselas los banqueros juegan
al gato
y al ratón con los gobiernos
y en mi ciudad cada noche de
este invierno
doscientos seres humanos
duermen en las aceras.
Y suben los precios y bajan
los sueldos
pero aquí no pasa nada. Aquí
nunca pasa nada.
El Presidente ha dicho que
tendremos
que asumir mayores
sacrificios,
que estemos tranquilos que
pronto bajará los impuestos a los ricos
a ver si tienen a bien
darnos un trabajo mal pagado.
Y la prensa calla cuando no
canta las bondades del gobierno.
Para que no pase nada. Para
que aquí nunca pase nada.
El ministro de Economía
sonríe
alegre como está de poner disciplina
a tanto derroche.
Y se cierran escuelas y
centros de salud
y las guarderías infantiles
y las piscinas de los pueblos,
y se suprimen las ayudas
sociales, y la cooperación al desarrollo.
Pero aquí no pasa nada. Aquí
nunca pasa nada.
Los ayuntamientos suprimen
lujos innecesarios:
las subvenciones culturales,
los teatros, las bibliotecas…
que en tiempos de crisis
siempre molestaron los artistas y los poetas,
esa gente nunca fue de fiar
pues piensa con el corazón.
Pero el pueblo, sacrificado
y comprensivo, lo sabe entender.
Por eso aquí no pasa nada. Aquí
nunca pasa nada.
Y yo os pregunto, ¿cuál es
el límite de la paciencia de un pueblo?
¿Cuándo llegará ese ansiado
vendaval del himno de Aragón
que arrastre tanta mentira y
deje al desnudo la verdad?
¿Cuándo la rebelión
ciudadana empezará a poner
los cimientos para una nueva
justicia?
¿Cuánta miseria habrá antes
que acumular
para que la fuerza que del dolor
surge
nos arrastre y nos desborde?
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