Café cuando la vida se
extendía ante nosotros como las páginas de un libro aún por escribir. Café
cuando los versos y las lágrimas, en vértigo adolescente, caían como garras
sobre el papel.
Café viajero. Café con
sabor a matarratas de las antiguas cantinas de la Renfe
antes de tomar, emocionados e inquietos, uno de aquellos trenes de antes,
lentos y hermosos, en los veranos aventureros de los ochenta; o este café de
lujo en las cafeterías limpias y eficientes de los aeropuertos, en las terrazas
de Atocha, en las modernas estaciones del
Ave.
Café en los chiringuitos de
las playas del norte en noches ardientes de juventud, café en refugios de
montaña, en albergues de viajeros, en pensiones baratas, café en el vivac a dos
mil metros de altura bajo la inmensa soledad de la fría noche estrellada.
Café en los bares de la Ciudad Universitaria,
en tiempos ya lejanos de estudiantes pobres, arrastrado a hacer novillos por
aquellos ojos hermosos, o en noches de estudio repasando las declinaciones
griegas, desvelando la última teoría de Chomsky, la morfología del cuento o las
innovaciones estéticas de los novísimos.
Café entre el brillo de los
espejos de las preciosas cafeterías del centro de Zaragoza, sobre las mesas de
mármol del Levante, en los antiguos Espumosos del paseo de la Independencia, en el
Ángel Azul o en los sórdidos billares
del Coso, ¿recuerdas?, donde supimos de un golpe de estado y tú insistías,
amigo, en que como en La Colmena las mesas
estaban hechas con lápidas de muerto.
Café sobre una cama de huevos y jamón en bares de barrio de los que casi
no quedan, aquellos tugurios con mobiliario de formica, fotos de equipos de
fútbol en las paredes, almanaques con chicas desnudas de grandes tetas, vino
peleón y abundante provisión de anchoas en salmuera y pepinillos en vinagre.
Café entrañable entre
amigos en las amables tardes de los
sábados; café en tantas veladas familiares; café en los bares de los
polideportivos mientras otros padres animan a sus hijos a matarse.
Café de termo en los piquetes
de las huelgas generales. Café de máquina en las largas noches de los
hospitales, en las horas duras del velatorio, en el comedor de empresa.
Café de cada amanecer, día
a día y año a año, siempre con unas gotas de leche, sacudiéndote del cuerpo tu última
somnolencia mientras en el bar de tus pecados hojeas la prensa y rumias tu
ironía o tu cabreo contra la sórdida realidad que cada día impone la dura ley
del poder.
Y, sobre todo, café en la
pausa laboral de media mañana, a menudo el único momento de la jornada que
valió la pena. Entre las tazas revolotean retazos de nuestras almas:
confidencias, recuerdos, compromisos, chistes, ironías, pactos, proyectos, conspiraciones, nostalgias,
decepciones, sueños, anhelos, ilusiones, amoríos.
Desmadejadas llueven sobre
la mesa perlas cultivadas de la prensa del día: un artículo que vale la pena
comentar, la última ocurrencia del gobierno, la última astracanada de la
oposición, la última joya literaria descubierta, la última película, la última
hazaña deportiva.
Si viviéramos en la antigua
Grecia, sin duda le erigiríamos templos, adoraríamos a una diosa morena,
vestales y sacerdotes se consagrarían a su culto y habría una religión entera
de hipertensos.
Viejo
y leal compañero, antes que una inoportuna prescripción facultativa trate de
apartarnos para siempre, quiero dedicarte amigo este tributo a tu alma cálida y
oscura.
Café que me has acompañado
a todas partes, que has animado tiempos de dicha y desdicha; café que has extendido
tu mancha impertinente sobre los apuntes de clase, sobre las cartas de amor, sobre
la prensa del día, sobre los informes técnicos, sobre los expedientes
administrativos, sobre las sábanas del enfermo, sobre los libros queridos, sobre
los documentos políticos, sobre mis últimos poemas.
Café dulce. Café amargo. Café
de dulce amargura. Café de amarga dulzura.