La vieja brújula de latón sobre la
cama, la navaja suiza, el saco, la cámara de fotos...
Has ajustado tu máquina, has revisado
tus alforjas y limpiado cuidadosamente las gafas de piloto con las que dicen te
das un aire a Keanu Reeves.
Mañana partes de nuevo. Un equipaje
liviano: unas pocas prendas, un trozo de jabón, una toalla, el botiquín, la
herramienta, alguna vianda...
Un equipaje liviano, bien lo sabes,
que inútil es casi todo en el camino y cada gramo de más agarrota los gemelos y
tira de ti hacia el abismo en los puertos de montaña.
Miras ahora el mapa por última vez y lo doblas
cuidadosamente, con esa íntima y turbadora emoción que precede a cada viaje.
Geografía imprecisa que nada sabe del hielo en las
madrugadas, del viento en los olivares, de tus largos monólogos en la soledad
de la estepa, del dolor en las piernas cuando cada pedalada es un tormento, de
la inquietud que sentirás al caer la noche sin haber hallado abrigo, del miedo
(colmillo, acero, coche, rayo, caída...) que emboscado te espera en cualquier
recodo del camino.
Vana geografía que nada sabe de la belleza del mar,
de las manos protectoras de un ángel, de la entrañable charla entre amigos bajo
la noche de plata…
Miras el mapa por última vez y recuerdas lo que un
día te dijo un viajero: que el mapa, amigo, no es el territorio.
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