Ven pronto, amigo mío, no
me hagas esperar que la vida de Paulina se aferra a mi garganta como este
inhóspito, paleolítico croissant. Ven pronto, amigo mío, que ya llevo dos
cognacs.
Rumanos,
latinos, chinos, africanos, españoles, ejemplares de
todos los colores bullendo entre las palmeras bajo el ardiente sol artificial
de este acuario de Atocha. Y es seguro que Cibeles, o alguna otra deidad
canalla, pegada al cristal se divierte a nuestra costa.
En la mesa de al lado una niña de veinte años le dice
a un ejecutivo grasiento que se lo hace con él por doscientos euros. Te
quisiera a mi lado, amor. Necesito con urgencia un beso, un beso ahora mismo,
un beso… u otra copa de cognac.
Me entretengo contemplando los pies de los
viandantes, sus pisadas frágiles, enérgicas, tímidas, cansadas, pausadas,
veloces, sutiles. Me gusta adivinar qué vida enfunda cada zapato. Y veo botines
de piel, tacones livianos de oficinistas y dependientas, zapatos humildes
gastados hasta la consunción, zapatos agresivos de largas punteras, zapatos
italianos de lujo.
Ahora asoman unas deportivas de supermercado que de
mayores aspiran a ser Nike. Los bajos de un tejano de saldo se doblan sobre
ellas. Los pies son jóvenes, fuertes. Los pantalones estrechos resaltan las piernas atléticas de un obrero barato del Este.
De repente los pies giran y se acercan a unos pequeños
de mujer. Calza zapatillas de lona, viste vaqueros, y arrastra una hinchada
bolsa de viaje, y pienso que si sus costuras reventasen Atocha estallaría
incapaz de contener tantos sueños.
Las piernas se encuentran, se funden, alzo la vista,
observo arrebolado el abrazo. Me siento casi feliz.
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