domingo, 3 de julio de 2011

TERRAZAS DE ATOCHA



Ven pronto, amigo mío, no me hagas esperar que la vida de Paulina se aferra a mi garganta como este inhóspito, paleolítico croissant. Ven pronto, amigo mío, que ya llevo dos cognacs.

Rumanos, latinos, chinos, africanos, españoles, ejemplares de todos los colores bullendo entre las palmeras bajo el ardiente sol artificial de este acuario de Atocha. Y es seguro que Cibeles, o alguna otra deidad canalla, pegada al cristal se divierte a nuestra costa.

En la mesa de al lado una niña de veinte años le dice a un ejecutivo grasiento que se lo hace con él por doscientos euros. Te quisiera a mi lado, amor. Necesito con urgencia un beso, un beso ahora mismo, un beso… u otra copa de cognac.

Me entretengo contemplando los pies de los viandantes, sus pisadas frágiles, enérgicas, tímidas, cansadas, pausadas, veloces, sutiles. Me gusta adivinar qué vida enfunda cada zapato. Y veo botines de piel, tacones livianos de oficinistas y dependientas, zapatos humildes gastados hasta la consunción, zapatos agresivos de largas punteras, zapatos italianos de lujo.

Ahora asoman unas deportivas de supermercado que de mayores aspiran a ser Nike. Los bajos de un tejano de saldo se doblan sobre ellas. Los pies son jóvenes, fuertes. Los pantalones estrechos resaltan las piernas atléticas de un obrero barato del Este.

De repente los pies giran y se acercan a unos pequeños de mujer. Calza zapatillas de lona, viste vaqueros, y arrastra una hinchada bolsa de viaje, y pienso que si sus costuras reventasen Atocha estallaría incapaz de contener tantos sueños.

Las piernas se encuentran, se funden, alzo la vista, observo arrebolado el abrazo. Me siento casi feliz.

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