En la plaza de aquel pueblo blanco, bajo la noche de
espadas de plata, compartimos tu vino y fumamos mis últimos cigarros.
Supe entonces de tus andanzas por tantas cañadas y rutas
jacobeas que no guardan misterios para ti, de tu amor a caminar en soledad en
largas jornadas de hasta diez leguas.
Cuando el vino y la noche abrieron nuestros corazones, en
esa hora mágica que hermana a los viajeros, me hablaste de Mostar y de Herat,
de los amigos que no volvieron, de paisajes malditos que atormentan tus noches
de soldado, de lugares donde la vida vale menos que una bala.
Cuando al día siguiente te vi (pequeño, enjuto, cetrino,
castigado por el sol y tu inmenso macuto militar, atacando a paso de marchista
olímpico las duras rampas del puerto de Béjar, tus sandalias de cuero golpeando
enérgicas el enlosado romano) pensé que perteneces a la estirpe de aquellos
sufridos, infatigables, legionarios hispanos.
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