lunes, 14 de mayo de 2012

LA LUZ




















Hoy he sentido esa misma luz, aquella luz del último verano de mi infancia que hacía que todo brillara renovado y hermoso y la vida se abriera ante mí como un regalo precioso y anhelado.

Quince días de septiembre en la costa de Tarragona en un apartamento prestado decorado con motivos marineros era lo más parecido a un verano de sol y playa que mis padres en aquel tiempo podían ofrecernos.

Yo era por entonces un chaval algo taciturno y solitario que amaba el mar y aislarme en lo posible de mi numerosa tropa familiar.  Descubrí entonces la belleza y el silencio de las profundidades marinas.

Cuando toda la familia se reunía en la playa en medio de un trajín de toallas, de hamacas y sombrillas o de cubos y palas de los más pequeños, cuando se abría el festival reptiliano de pieles sonrosadas bajo el sol infernal de mediodía, cogía mis gafas, mi tubo y mis aletas de buceo y me perdía entre las rocas del litoral.

La costa catalana no estaba aún por completo arrasada. Pronto descubrí que, frente a la playa, el mar ocultaba una esplendorosa pradera verde de posidonia y que, algo más allá, a escasos metros de los acantilados, los corales, gongonias y anémonas formaban un arrecife multicolor de impresionante belleza. Poco a poco fui descubriendo y haciendo mío aquel nuevo mundo.

Aquellos veranos pasé largas horas flotando en aquellas aguas diamantinas, mirando extasiado la luminiscencia de los lábridos,  los bancos de jureles o doradas, contemplando los antias, las lubinas, los meros, los rubios, los cabrachos, los jureles, los peces escorpión; de vez en cuando, me sumergía para juguetear con una estrella de mar, perseguir un banco de peces de brillantes colores, poner en fuga a un pulpo o recoger una caracola.

Poco a poco me fui adentrando más y más, y así fue como un día descubrí que, más allá de los arrecifes, en aguas más profundas, yacía sobre el lecho arenoso un viejo barco hundido. Al principio percibí apenas la silueta negra de su cubierta, tendida ligeramente de costado a unos veinte metros de profundidad. 

El último verano en aquella playa, tenía yo catorce años, intenté una y otra vez descender hasta él, pero cualquiera que haya probado a hundir su cuerpo desnudo en el mar sabe que, como explicó Arquímedes, es una tarea imposible, más aún para un buceador poco experimentado. Aleteando con fuerza hacia el fondo conseguía descender unos metros adentrándome en aguas cada vez más oscuras y frías, pero llegaba un momento en que no podía superar el empuje de las aguas, me dolía el pecho y los oídos como si fueran a estallar, las piernas se me entumecían por el frío y el esfuerzo y el miedo se apoderaba de mí.

Llegar hasta aquel pecio se convirtió en una obsesión, en la pequeña locura de aquel joven capitán Ahab que yo entonces me creía. La figura fantasmal de aquel barco me perseguía  en mis sueños y cada mañana me despertaba sin otro afán que cumplir el anhelo de llegar hasta él. Poco a poco conseguí sumergirme más y más y llegué a acercarme a apenas unos siete metros de su superficie, a apreciar su cubierta y sus bordas, cuajadas de anémonas, su chimenea enhiesta aún junto a los restos de su alcázar, o el gran boquete que se abría en su amura de babor producto sin duda del impacto de un torpedo. Hoy sé que se trataba de uno de aquellos mercantes hundidos en aquellas costas durante la guerra civil por los submarinos alemanes cuando trataban de servir pertrechos y armas para la defensa de la República.

Descendía una y otra vez hasta que, aturdido por la hipoxia, me rendía y volvía a ascender a la superficie. Abajo me recibían las aguas heladas, la oscuridad tenebrosa del abismo marino, el misterio anhelado, el riesgo y la muerte temidos y atrayentes; arriba me acogían las aguas cálidas, la luz, el aire, la vida. Pocas sensaciones recuerdo más placenteras y hermosas que las de aquellos días cuando volvía  a abrir los ojos a la luz del sol, la piel a su calor y los pulmones al aire vivificador de la costa tras haber practicado la apnea hasta el límite.

Una tarde, mientras cogía cangrejos entre las rocas del litoral descubrí un grupo de alemanes dedicados a la pesca submarina. Justo cuando pasaba por allí salían de las aguas y, dirigiéndose por gestos a mí, me regalaron un inmenso pulpo que acababan de pescar. Me fijé en sus equipos. Tenía la solución.

A la mañana siguiente me dirigí hacia el pecio a nado empujando una pequeña colchoneta neumática. En ella llevaba un viejo macuto militar, que utilizaba para mis libros escolares, cargado de piedras; imitando a los submarinistas me proponía utilizarlo como cinturón de lastre. Además había taponado cuidadosamente mis oídos con algodones encerados. Me até fuertemente la correa a la cintura, respiré varias veces profundamente y me hundí en las aguas.

Llegué. Ya lo creo que llegué al barco hundido. Paseé por su cubierta empezando por la proa hasta llegar a su alcázar y, cuando iba a nadar hacia popa buscando el acceso a la sentina, me di cuenta de que ya no podía aguantar más la respiración y empezaba a sentir mareos. Resolví, como tenía previsto, desatar el macuto que pendía a mi cintura pero no pude deshacer el nudo. Intenté entonces ascender arrastrando esa carga pero resultaba imposible. Traté de vaciar la bolsa, pero mis dedos entumecidos por el frío y la hipoxia no acertaban a abrir las hebillas.

El pánico se apoderó de mí. Estaba ya a punto de desfallecer rendido ya a la evidencia de que aquel barco sería mi tumba y en unos instantes, como cuentan quienes han estado en parecidos trances, pasaron ante mí un buen número de imágenes de mi corta vida. Recuerdo que pensé en lo estúpidamente que moría y que sentí un infinito dolor por mi madre consciente de la angustia que sentiría cuando pasaran las horas y los días sin encontrarme. Pero afortunadamente me había fijado que los submarinistas llevaban cuchillos y yo, por pura imitación, había cogido mi navaja de campamentos que había colgado de la cadena de mi medalla. Aturdido conseguí con un último rastro de conciencia cortar la correa y abandonar el lastre que me hundía.

Apenas recuerdo lo que pasó en los siguientes minutos. Mi memoria guarda la vaga imagen de un hermoso cono luminiscente que me atraía y por el que me acabé introduciendo (¿Era el sol proyectado sobre las aguas superficiales o era otra cosa…?), la inmensa paz y la felicidad que sentía, la visión sorprendente de mi propio cuerpo flotando sobre las aguas. Supongo que ascendí, los cuerpos siempre ascienden, y que por azar, o tal vez por otra razón, quedé tumbado boca arriba sobre el mar sin que apenas entrara agua en mis pulmones y el suave oleaje, como la mano de un ángel, me fue meciendo hasta posarme en la orilla. 

Cuando recobré el conocimiento estaba de espaldas sobre una roca. Tosí durante mucho rato. Tenía la piel de todo el cuerpo azulada por la falta de oxígeno y la hipotermia y ligeros arañazos en las piernas y la espalda. Poco a poco pude incorporarme y abrir los ojos a la luz. Lo primero que vi fue unas gaviotas, de un blanco luminoso, que sobrevolaban las aguas. El mar refulgía destellos azules como nunca antes había visto. La línea costera, las playas, los roquedos, los pinares, todo brillaba al sol con un colorido resplandeciente. Era la vida que de nuevo me saludaba, me llamaba  y me acogía.

Lo mismo he sentido hoy, treinta y cinco años más tarde, cuando cruzando las puertas de salida del Centro de Salud, he visto que todo refulgía al sol de la primavera renovado y hermoso bajo una nueva luz, cuando he sabido que la vida se abre de nuevo ante mí como un regalo precioso y anhelado.

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